martes, 8 de noviembre de 2011

Gorostiza sobre la poesía


Acá les posteo unas notas sobre la poesía que encontré en el prólogo del libro de José Gorostiza, que me pareció interesante, pues los temas que abordó en 1964, son perfectamente aplicables aún en nuestros días. Se los dejo, está un poco largo, pero vale la pena una leidita, y obvio, comentarlo después. Saludos


Notas sobre la poesía
- José Gorostiza-
Prólogo

El poeta tiene ideas acerca de la poesía en las que manifiesta la relación que existe entre él, como inteligencia, y la misteriosa substancia que elabora. Estas ideas –hasta donde he podido observar- son tan precisas, cada una en su aislamiento, como las que se forma el artesano sobre la calidad de sus materiales o la eficacia de sus herramientas; pero, faltas de articulación y de método, no sería posible ensartarlas en un cuerpo de doctrina, sino, nada más, ofrecerlas en estado de naturaleza, como impresiones personales que no alcanzan a penetrar en el enigma de la poesía, aunque sí, cuando menos, proporcionan una imagen de la personalidad del poeta.
El poeta no puede, sin ceder su puesto al filósofo, aplicar todo el rigor del pensamiento al análisis de la poesía. Él simplemente la conoce y la ama. Sabe en donde está y de donde se ha ausentado. En un como andar a ciegas, la persigue. La reconoce en cada una de sus fugaces apariciones y la captura por fin, a veces, en una red de palabras luminosas, exactas, palpitantes.
La poesía no es diferente, en esencia, a un juego de “a escondidas” en que el poeta la descubre y la denuncia, y entre ella y él, como en amor, todo lo que existe es la alegría de este juego.

Substancia poética

Me gusta pensar en la poesía no como en un suceso que ocurre dentro del hombre y es inherente a él, a su naturaleza humana, sino más bien como en algo que tuviese una existencia propia en el mundo exterior. De este modo la contemplo a mis anchas afuera de mí, como se mira mejor el cielo desde la falsa pero admirable hipótesis de que la tierra está suspendida en él, en medio de la alta noche. La verdad, para los ojos, está en el universo que gira en derredor. Para el poeta, la poesía existe por su sola virtud y está ahí, en todas partes, al alcance de todas las miradas que la quieran ver.
Imagino así una substancia poética, semejante a la luz en el comportamiento, que revela matices sorprendentes en todo cuanto baña. La poesía no es esencial al sonido, al color o a la forma, así como la luz no lo es a los objetos que ilumina; sin embargo, cuando incide en una obra de arte –en el cuadro o la escultura, en la música o el poema- en seguida se advierte su presencia por la nitidez y como sobrenatural transparencia que les infunde.
Hay recias obras del arte de los hombres en las que la poesía no intervino. El Partenón en su majestad empequeñece y abate. La arquitectura está sola en él, grandiosa y escueta. El Taj Mahal, en cambio, aparece frente a los espejos de agua en que se mira como anegado por una inconfundible inspiración poética.
La substancia poética, según esta mi fantasía, que derivo tal vez de nociones teológicas aprendidas en la temprana juventud, sería omnipresente, y podría encontrarse en cualquier rincón del tiempo y del espacio, porque se halla más bien oculta que manifiesta en el objeto que habita. La reconocemos por la emoción singular que su descubrimiento produce y que señala, como en el encuentro de Orestes y Electra, la conjunción de poeta y poesía.

Definiciones

Sucede, aunque no a menudo, que el artista individual –digamos un pintor o un músico- se sirve de los recursos de un arte no poético para hacer poesía. La ocurrencia es casi siempre involuntaria y, cuando la asociación se produce como consecuencia de un movimiento natural de la inspiración creadora, el efecto es de completa plenitud.
Me viene a la memoria la pintura del Beato Angélico. La unidad de su emoción religiosa y su sentido poético se traduce en pequeños cuadros comparables, cada uno, a las estrofas del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz.
La palabra es, con todo, terreno propio de la poesía e instrumento necesario para su cabal expresión. Desearía saber, si alguien pudiere explicármelo, por qué, pero lo ignoro; y en mi ignorancia me digo -¡suprema evasión la de las uvas verdes!- que el interés del poeta no está en el porqué, sino en el cómo se consuma el paso de la poesía a la palabra, ya que ésta, prisionera de la denotaciones que el uso general le acuña, no parece poder facilitar el medio más apto para una operación tan delicada.
Desde mi puesto de observación, así en mi propia poesía como en la ajena, he creído sentir (permitidme que me apoye otra vez en el aire) que la poesía, al penetrar en la palabra, la descompone, la abre como un capullo a todos los matices de la significación. Bajo el conjuro poético la palabra se transparenta y deja entrever, más allá de sus paredes así adelgazadas, ya no lo que dice, sino lo que calla. Notamos que tiene puertas y ventanas hacia los cuatro horizontes del entendimiento y que, entre palabra y palabra, hay corredores secretos y puentes levadizos. Transitamos entonces, dentro de nosotros mismos, hacia inmundos calabozos y elevadas aéreas galerías que no conocíamos en nuestro propio castillo. La poesía ha sacado a la luz la inmensidad de los mundos que encierra nuestro mundo.
Un buen amigo me preguntó ¿qué es la poesía? Quedé perplejo. No sé lo que la poesía es. Nunca lo supe y acaso nunca lo sabré. Leí en un tiempo mucho de lo que se ha dicho de ella, de Platón a Valéry, pero me temo que lo he olvidado todo. Esto no obstante, contesté que la poesía, para mí, es una investigación de ciertas esencias –el amor, la vida, la muerde, Dios- que se produce en un esfuerzo por quebrantar el lenguaje de tal manera que, haciéndolo más transparente, se pueda ver a través de él dentro de esas esencias.
Frente a semejantes conceptos, tan vagos que nada encierran de substantivo como no sea frustración y desaliento -¡así es de inasible la materia que se quiere capturar!- me sentiría inclinado a corregirme ahora, diciendo que la poesía es una especulación, un juego de espejos, en el que las palabras, puestas unas frente a otras, se reflejan unas en otras hasta lo infinito y se recomponen en un mundo de puras imágenes donde el poeta se adueña de los poderes escondidos del hombre y establece contacto con aquel o aquello que está más allá.
Mas, como ya lo habréis advertido, esta segunda definición es, aunque en otros términos, la misma que la primera. Tampoco ésta se sostiene en pie ni podría, en su dolorosa invalidez, servir a ningún propósito sensato.

El viaje inmóvil

Decía Lao-Tsé: “Sin traspasar uno sus puertas, se puede conocer el mundo todo; sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Mientras más se viaja, puede saberse menos. Pues sucede que, sin moverte, conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás.”
He aquí descrita, en unas cuantas prudentes palabras, la fuerza del espíritu humano que, inmóvil, crucificado a su profundo aislamiento, puede amasar tesoros de sabiduría y trazarse caminos de salvación. Uno de estos caminos es la poesía. Gracias a ella, podemos crear sin hacer; permanecer en casa y, sin embargo, viajar.

Paréntesis

En mis días he oído hablar a menudo sobre cierta pretendida impopularidad de la poesía. Tal impopularidad suele atribuirse a diversas causas y, sobretodo, a una especie de enrarecimiento de la composición moderna, que la haría difícil de entender a personas desprovistas de fortuna literaria. Dudo si la poesía fue popular en otros tiempos, cuando el aeda cantaba las hazañas de los héroes en el banquete y Ulises se conmovía hasta las lágrimas oyendo relatar sus propios infortunios. La gente que se reunía en torno a la mesa –casi siempre la bien surtida mesa de la casa real- era sin lugar a duda gente de abolengo, que debió tener una responsabilidad principal en el culto de la poesía, puesto que ésta era, a un tiempo mismo, compendio de las tradiciones históricas y religiosas del pueblo y almáciga de todo humano saber.
En nuestro idioma, desde los días en que, fruto de una intensa búsqueda en los papeles de la antigüedad clásica, el “mester de clerecía” se cuela en el arte poético, la poesía se convierte en cosa de adiestramiento. El poeta nace, es verdad, pero una vez nacido, se hace. De una manera, la poesía, como por lo demás todas las disciplinas artísticas o científicas de nuestro tiempo, para a ser objeto de los afanes de una minoría que la crea o que, simplemente, posee preparación para disfrutar de sus placeres.
Nada de anormal encontramos en esto; pero en el caso especial de la poesía sucede que su vehículo, el lenguaje, es también el instrumento corriente de comunicación entre los hombres, y mientras cualquier persona sensata estaría dispuesta a reconocer que no pinta, le sería difícil admitir o siquiera pensar (si puede hacerlo) que no habla. Hay quienes, dueños de una cultura general respetable, que dicen gustar del último Strawinsky o preferir al primer Dalí o, aún mejor, que confiesan no interesarse en entenderlos, cuando se les coloca frente a una obra maestra de la poesía –si no la entienden- sienten su propia deficiencia como un insulto personal del autor. ¡Superchería! ¿Cómo se puede engañarlos, a ellos, con palabras?

Poesía-Canto

Si la poesía no fuese un arte sui generis y hubiese necesidad de establecer su parentesco respecto de otras disciplinas, yo me atrevería a decir aún (en estos tiempos) que la poesía es música y, de un modo más preciso, canto. En esto no me aparto de un ápice de la noción corriente. La historia muestra a la poesía hermana en su cuna al arte del cantor; y más tarde, cuando ya puede andar por su propio pie, sin el sostén directo de la música, esto se debe a que el poeta, a fuerzas de trabajar el idioma, lo ha adaptado ya a la condición musical de la poesía, sometiéndolo a medida, acentuación, periodicidad, correspondencias.
Los poetas de mi grupo –el “grupo sin grupo” que dijera Xavier Villaurrutia- nos complacíamos en reconocernos individualmente distintos cada uno de los demás y, en conjunto, algo así como extraños a la generación que nos había precedido. Las cosas no andaban precisamente así. Hacia 1920-25 el Modernismo, y en primer término la voz estentórea de Darío, llenaba aún el ambiente de poderosas resonancias y, en verdad, fueren cuales hubiesen sido nuestros modelos más cercanos –Nervo, González Martínez o López Velarde- el grupo había nacido para la poesía bajo el signo gigante del Modernismo. Y éste ¿qué fue, en su idolatría de la forma, sino una verdadera orgía de musicalidad?
Un movimiento de reacción, en el sentido opuesto, se inicia entonces. Mi generación marcó, como actitud de principio, un cierto desdén hacia los recursos de la prosodia, que estimaba sacrílegos; pero no fue ella, imbuida como estaba en el gusto de las bellas formas, quien pudo llevar aquel desdén demasiado lejos. En donde mejor se advierte esta reacción es en la poesía actual, aunque no tanto aquí en México como en otras provincias del idioma, ya que el modo en que se trasegó la poesía española al vaso indígena, en pleno siglo XVI, parece haber imprimido para siempre en nuestra literatura el sello inconfundible de la herencia clásica.
Estamos por consiguiente –y éste es el hecho que deseo subrayar- frente a una postura contemporánea que desea, si no librarse de la musicalidad, sí apagarla, resiste a servirla. La poesía de los jóvenes no quiere que la música se apodere de ella y la esclavice; huye de lo declamatorio y lo operático y se refugia en una especie de balbuceo vagamente rítmico, en el que se introduce, aquí y allá, un endecasílabo perfecto o una rima involuntaria. Tal parece como si en el esplendor de las formas cristalizadas, el poeta se sintiera rodeado de una fragancia excesiva que le impidiese respirar a pleno pulmón. De este modo se llega a ver como pura superfluidad todo cuento la poesía elaboró en el idioma para poder realizarse.
Sabemos cuánta sinceridad y cuánta honradez se encierran en esta actitud que nos ofrece una poesía despojada de afeites innecesarios, pero no sólo esto, sino que apenas dotada de un tímido hilillo de voz. La poesía saldrá seguramente rejuvenecida de esta experiencia. Conviene recordar, sin embargo, que nada existe semejante a una libertad irrestricta. Todo está sujeto a medida, y la libertad puede no consistir en otra cosa que en el sentimiento de la propia posesión dentro de un orden establecido. Las reglas del ajedrez no oprimen al jugador, le trazan una zona de libertad en donde su ingenio se puede desenvolver hasta el infinito.
La afinidad entre poesía y canto es una afinidad congénita. En un momento dado podrá relajarse o en otro hacerse más íntima, pero habrá de durar para siempre, porque no radica en el lenguaje –en el austero arsenal de la retórica, que caduca y se renueva sin cesar- sino en la voz humana misma, que el hombre presta a la poesía para que, al ser hablada, se realice en la totalidad de su perfección.
La diferencia entre prosa y poesía consiste en que, mientras una no pide al lector sino que preste sus ojos, la otra necesita de toda necesidad que le entregue la voz. Cada poeta tiene un estilo personal (a veces indicador de su postura estética) para “decir” sus poesías. Éste las canta, aquél las reza, otro las musita, uno más las solloza. Nadie se confina solamente a leer. Encomendad a quien queráis que diga un poema. En el acto impostará la voz a la tesitura del canto y a continuación el verso saldrá vibrando de su garganta, con un temblor de vida que sólo la voz le puede infundir; porque ocurre –mis amigos queridos- que así como Venus nace de la espuma, la poesía nace de la voz.

El desarrollo poético

En años no remotos, estimulados por la lectura de Valéry, me preocupaba –como a él- descubrir las leyes que gobiernan el crecimiento y la terminación de un poema, a partir de su simiente. El poema, así se trate nada más que de un soneto, ni nada menos, viene a ser como la unidad de medida de la poesía. La dificultad no está en saber cómo empieza el poema. Todo poeta tiene siempre a la mano su primera línea, pero ¿cómo se desarrolla? ¿cómo acaba? He aquí el caso. Hay indudablemente una variedad de procedimientos que no es fácil reconocer, pero dos o tres de ellos –los más comunes- saltan desde luego a la vista.
En el primero, que se podría llamar desarrollo plástico, el poema crece como un cuadro en el sentido de la superficie que ha de llenar. Tiene un plano anterior, luminoso e incisivo, y tiene un fondo de escalonadas perspectivas en donde se esfuman los motivos accesorios. El desarrollo plástico resulta limitado en cuando a que el poema debe confinarse al espacio que el autor le concede; y es finito, porque ahí, dentro de ese espacio, el poema se agota y acaba, de suerte que el autor mismo podría retocarlo, si quisiera, pero nunca proseguirlo. Dotado de un sistema de vida anterior, estático, el poema queda frente a nosotros, como el cuadro, abierto a nuestra capacidad de contemplación.
El poema suele tener también un desarrollo dinámico. Puesto en marcha, avanza o asciende en un continuo progreso, estalla en un clímax y se precipita rápidamente hacia su terminación. El poeta ha de medir de antemano la parábola que corresponde a la potencia del proyectil; pero en este método, las posibilidades de crecimiento resultan inagotables y el poema puede prolongarse indefinidamente, ya sea por acumulación o porque se establece un círculo vicioso, como en los cuentos de nunca acabar. Es el poeta quien, con su sentido de las proporciones, le pone un hasta aquí.
Tenemos, por último, un poema en que no se nota el crecimiento. De la primera a la última línea crece y va tomando cuerpo insensiblemente como en el desarrollo de un ser vivo, de un fruto o de una flor, hasta que alcanza sin esfuerzo, naturalmente, el tamaño, la estatura, la proporción que le dicta su propio aliento vital. El madrigal de Cetina debió producirse de este modo. No podía haber sido ni más sucinto ni más explícito y hubo de quedarse así, dentro de ese cuerpecito de poema niño, rebosante de su preciosa niñez.

La construcción en poesía

En su Defensa de la Poesía observa Shelley que “las partes de una composición pueden ser poéticas sin que la composición, como un todo, sea un poema”. Nada más cierto ni, cuando así pasa, menos afortunado, pues ¿qué se diría de una casa en la que cada una de las habitaciones fuese admirable, pero todas juntas no pudieran integrar la unidad en que consiste justamente una casa? No es cuestión ésta que suscite ninguna duda: si un poema se os muestra en la condición que señala el poeta inglés, estáis frente a una obra fallida; y el error no debe atribuirse a otra causa que a negligencia de lo que el poema significa como unidad arquitectónica. La poesía y la arquitectura, al igual que la poesía y el canto, se amamantaron en los mismos pechos.
En la actualidad, el poeta no suele proponerse problemas de construcción. De vez en cuando –cada día menos- utiliza ciertos elementos del arte poética tradicional y levanta con ellos, cuarteta sobre cuarteta o lira sobre lira, como con dados, un somero edificio que se sostiene, si la unidad interior es profunda, gracias a ella y no a la solidez de los materiales empleados. El soneto proporciona ocasión de construir de veras, conforme a un modelo feliz. El caso de la construcción en grande, como en los vastos poemas de otros tiempos, no se plantea ya. Quiero decir, no puedo callar, que lo siento como una enorme pérdida para la poesía.
Estamos bajo el imperio de la lírica. La poesía ha abandonado una gran parte del territorio que dominó en otros tiempos como el suyo. El diálogo, la descripción, el relato, así como otras muchas maneras de poesía, que con tan notoria eficacia se combinaron en libros como –por ejemplo- el del Buen Amor del Arcipreste de Hita, se han ido a engrosar los recursos del teatro y de la novela.
Dentro de la lírica, cuando menos como la concebimos en la actualidad, parece que la única causa capaz de desatar un poema es el dato autobiográfico. La conmoción que un acontecimiento produce en el poeta al incidir sobre su vida personal, se traduce, convertida en imágenes, en una emanación o efluvio poético; pero no en un poema, porque esta palabra “poema” implica organización inteligente de la materia poética. Treinta o cuarenta composiciones (en los cuales se puede reconocer siempre el contenido de pura o autentica poesía) suelen formar, unas tras otras, lo que el público llama “un libro de versos”. (¡Qué horrible expresión: “un libro de versos!) Y en el libro podrá haber cierta uniformidad de emoción y de estilo, y de un poema a otro, tales o cuales eslabones que dan la sensación de una continuidad invisible; pero el libro no mostrará, a su vez, la unidad de construcción que nos agrada encontrar en un libro. La suma de treinta momentos musicales no hará nunca el total de una sinfonía.
La historia marcha cada día hacia el futuro ajena a toda noción de misericordias; no sería nada insensato, así pues, que en lugar de pedir que la poesía sea como fue en el pasado, tratásemos de comprender que puede ser ya tarde para aceptarla como es hoy. Tampoco sería absurdo pensar, en este amanecer de la edad atómica, en un mundo sin poesía, un mundo habitado únicamente por “expertos”, de donde la poesía fuese desterrada como una escandalosa manifestación del pensamiento primitivo del hombre. Mas, mientras tanto, ¿sería mucho exigir que las partes de una composición sean todas poéticas y que la composición, en su conjunto, resulte un poema?
La cuestión del ambiente

Cuando pensamos en la poesía como revelación de belleza o se dificulta concluir, a poco que se produce en las ideas, que así es ciertamente; sólo que la belleza manifestada por la poesía no la toma ésta del mundo exterior, como prestado, no es la belleza natural de la nube o de la flor, sino la belleza artificial, poética, que la poesía presta transitoriamente, para sus propios fines, a la rosa y a la nube.
Esto no se entendió siempre así ni se entiende así todavía, no obstante la diafanidad de tan justa distinción entre la belleza de la poesía y la de los seres y las cosas. Para el lector común –y aun para muchos poetas- la poesía es como un túnel secreto que nos permite escapar de nuestras prisiones, de la fealdad y el horror circundantes, hacia infinitas llanuras iluminadas por el esplendor de lo bello. La razón les asiste hasta aquí, pero me temo que les falte cuando deducen, como consecuencia necesaria, que la poesía no tiene otro objeto que el de captar y exhibir la magnificencia del orbe.
De ahí que la poesía se haya asociado en el curso de su historia –y por contraste con el concepto corriente de prosa- con el uso de un lenguaje suntuario en el que sólo ciertas materias preciosas (sedas, oro, diamantes) parecen poder ofrecer a la imaginación sus puntos de apoyo terrenales. De ahí también, de este error que desconoce el poder de la poesía como fuente de belleza, resulta el hábito de situar el suceso poético dentro de un ambiente especial, en el escenario que el gusto del momento considera apropiado. Ha habido así muchos “ambientes poéticos”, como el pastoril que la Edad de Oro importó de la bucólica clásica o el ambiente oriental, de salón turco, que tanto amaban los poetas románticos. Todos, falsos, como de papel, todos aparato escénico y utilería ineficaz. El ambiente así concebido nunca añadió nada a la belleza esencial de la poesía.
Pese a todo, la tendencia a elaborar un “ambiente poético” perdura en nuestros días y no faltan quienes estén sinceramente convencidos de que la poesía gana –cuando menos en la actualidad- si se presenta (o se representa) en medio de los signos exteriores de la época. Tal vez quienes tal creen no se dan cuenta de que una apariencia de actualidad es, como cualquiera otra apariencia, extraña a la naturaleza misma de la poesía que está hecha toda de esencia e interioridad.
Debemos admitir, no obstante, por elementar confianza en la sinceridad de los empeños humanos, que nadie busca el error por el error, sino que caemos en él accidentalmente en nuestra prisa por llegar a lo cierto. Tal vez el hombre de hoy, apiñado a centenares de miles, a millones en la estreches de las grandes ciudades, no es ya como el hombre de otros tiempos. El hombre no vive, como solía, en la frecuentación de la naturaleza. El cielo no entra ahora a grandes pedazos azules, a paletadas, en la composición de la ciudad. Prisionero de un cuarto, ahíto de silencio y hambriento de comunicación, se ha convertido –hombre isla- en una soledad rodeada de gente por todas partes. Su jardín está en las flores desteñidas de la alfombra, sus pájaros en la garganta del receptor de radio, su primavera en las aspas del abanico eléctrico, su amor en el llanto de la mujer que zurce su ropa en un rincón. La poesía no necesita de este hombre para enriquecer su belleza. En rigor, si fuese cierto que la poesía no es sino un reflector de belleza, debería de huir de él y de su fealdad y de sus miserias. Pero este hombre necesita, él sí, de la poesía; que sople sobre su vida y la embellezca; que la salve de los tremendos infortunios que la amenazan y la haga digna de ser llevada con orgullo sobre los hombros.

Un hombre de Dios

Se trabaja en común para la poesía, aunque cada poeta se encierre en su torre de marfil. El poema no resulta de un encuentro repentino con la poesía. Hubo poetas que, a través de toda su obra, no buscaron sino perfeccionar un poema; y hay poemas que, en el dilatado proceso de su maduración, debieron consumir los afanes de muchos poetas. La historia de la poesía –como la historia general- sugiere la imagen de una corriente, un río cuyas ondas emergen al empuje de la masa de agua que las hunde, en seguida, en la disolución.
Porque la poesía –no la increada, no, la que ya se contaminó de vida- ha de morir también. La matan los instrumentos mismos que le dieron forma: la palabra, el estilo, el gusto, la escuela. Nada envejece tan pronto, salvo una flor, como puede envejecer una poesía. El poeta la hará durar un día más o un día menos, según su habilidad para sustraerla a la acción del tiempo. Su destino está trazado, a pesar de todo, e irá a dispersarse en el fondo de la sabiduría popular –yo he oído a gente humilde, carente de toda cultura, repetir pensamientos de Shakespeare como propios- o bien, relegada a los anaqueles de las bibliotecas como un objeto arqueológico, quedará allí para la curiosidad de los estudiosos y la inspiración de otros poetas.
Todas estas cosas, el poeta no tiene por qué saberlas y, si las sabe, no tiene para qué recordarlas. La conciencia histórica asesinaría a la musa dentro de él. El poeta no ha de proceder como el operario que, junto con otros mil, explota una misma cantera. Ha de sentirse el único, en un mundo desierto, a quien se concedió por primera vez primera la dicha de dar nombres a todas las cosas. Debe estar seguro de poseer un mensaje que sólo él sabrá traducir, en el momento preciso, a la palaba justa e imperecedera.
La misión del poeta es infinitamente delicada. Dejemos que la escude tras su inocente soberbia; que la defienda, si fuere necesario, con el látigo de su infantil vanidad. Después de todo, ni la individualidad ni la duración de una obra deben montar a mucho en los cuidados del espectador. En poesía, como sucede con el milagro, lo que importa es la intensidad. Nadie sino el Ser Único más allá de nosotros, a quien no conocemos, podría sostener en el aire, por pocos segundos, el perfume de una violeta. El poeta puede –a semejanza suya- sostener por un instante mínimo el milagro de la poesía. Entre todos los hombres, él es uno de los pocos elegidos a quien se puede llamar con justicia un hombre de Dios.


Tomado de:
Poesía, de José Gorostiza (FCE, México. 1964)

1 comentarios:

pancho alvarez quetzalcoatl dijo...

¡Gracias por compartir el texto completo! Seguramente servirá de referencia para una serie de pláticas e intercambio de mensajes entre poetas, sólo que pocos se preocupan en agradecer a quienes hacen posible recordarlos ampliamente... Véanse la conversación previa a la consulta de esta página! Abrazos cordiales, y gracias nuevamente: Estoy pensando en que lo que aprendí en mi juventud en los talleres de poesía coordinados por verdaderos maestros como Raúl Garduño, Carlos Illescas y Juan Bañuelos, ya no lo sé; es decir, se me ha olvidado. Es así que hoy día escribo mis "versitos", como le gustaba decir a otro gran maestro, Guillermo Fernández (cuyo asesinato, por cierto, aún no ha sido aclarado por las autoridades del Estado de México), más confiado a la adivinación que al conocimiento. Me consuelo pensando en lo que me dicen que dijo don Rubén Darío, "el de las piedras preciosas": "La poesía más que una sucesión de reglas, es una sucesión de caprichos". Y también me consuela la siguiente máxima de Chamfort: "En materia de poesía, no se sabe bien sino lo que no se ha aprendido".
Ya que curiosamente, porque hoy mismo, hace un momento y por escrito, recordé a Juan Bañuelos, y por consecuencia a Raúl, a Quincho, a Ámbar Past, al mismo tiempo que estás pensando en eso, recuerdo lo que leímos alguna vez en esos talleres, de lo que escribió José Gorostiza sobre los eruditos conocimientos y reglas para escribir poesía: "Todas esas cosas, el poeta no tiene porqué saberlas, y si acaso las sabe, no tiene para qué recordarlas, en el acto de sus creaciones".

 
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